SABER ESPERAR

 

Libera Tu Ser - Artículos Ciencia/Belleza/Salud/Medioambiente: "SABER ESPERAR"


Publicado en revista Mente Sana– Nº 101

 

Vivimos con prisas, de un modo que nos aleja de nuestros ritmos y ciclos naturales. Hacer las cosas en el momento oportuno, sin apresurarnos, sin estar pendientes siempre del reloj, nos liberará de la frustración y nos permitirá ser más felices.

Hemos nacido en la época de la prisa y de la aceleración. Pero no podemos hacer que una flor crezca más rápido tirando de ella. Iríamos contra su naturaleza y la romperíamos. La naturaleza nos enseña que cada proceso tiene su tiempo y su ritmo. A veces conviene esperar, como hace buena parte de la naturaleza en invierno. Los árboles de hoja caduca esperan a que llegue la primavera para rebrotar con toda su vitalidad, y algo semejante hacen los animales que hibernan en sus guaridas. La verdadera libertad se basa en el autocontrol, que nos permite fluir sin que la impaciencia y las distracciones nos desvíen del presente, como un árbol que mantiene firmes sus raíces por más que sople el viento, o como un océano cuyo fondo se mantiene en calma por más que en la superficie se alcen las olas.

“Quien se controla a sí mismo puede alcanzarlo todo”, afirmaba un sabio chino. Una de las claves del pensamiento chin antiguo es actuar, como la naturaleza, sin apresurarse ni retrasarse, en concordancia con cada proceso, armonizando lo interior y lo exterior. El Yi King, o Libro de los cambios, es uno de los grandes clásicos chinos y uno de los textos más antiguos que se conservan (su núcleo, al que se han ido añadiendo comentarios a lo largo de los siglos, tiene más de tres mil años de antigüedad).

Es un libro de adivinación que a través de sesenta y cuatro hexagramas describe sesenta y cuatro tipos de procesos, aconsejando lo más oportuno para cada uno de ellos. En algunos de tales procesos se recomienda esperar, como una montaña, que en esta obra encarna la virtud de mantenerse quieto. Si los obstáculos son insuperables, es sabio detenerse y retirarse para preparar con personas afines, y con paciencia y perseverancia, el momento de superarlos.

El taoísmo chino se inspira en los procesos naturales y especialmente en el agua: el agua es paciente, sabe aquietarse y esperar, pero consigue erosionar las rocas más duras. En una de las obras clásicas del taoísmo, el Zhuangzi, se leen estas palabras: “Moveos como el agua. Con la quietud de un espejo, responded como el eco. Vivid ausentes, como si no existierais, en silencioso sosiego como la pureza del vacío”. El Zhuangzi describe al sabio como alguien que tiene la respiración muy profunda y por tanto muy tranquila: si el hombre común “respira desde la garganta”, el sabio en cambio “respira desde los talones”. El pensamiento chino antiguo también describe al sabio como aquel que sabe aprovechar la oportunidad: cuando conviene actuar, actúa, y cuando conviene retirarse, se retira. Más cercano a nosotros, algo semejante escribe en el siglo XVI Michel de Montaigne: “Cuando bailo, bailo; cuando duermo, duermo”.

La sociedad de consumo estimula la gratificación inmediata de nuestros deseos e invita, por tanto, a la impaciencia. Pero una vida plena requiere aprender a demorar la gratificación. Diversos estudios llevados a cabo en las últimas décadas muestran cómo la capacidad de saber esperar es esencial para una buena vida. Un estudio pionero, iniciado en el año 1970 en una guardería de la Universidad de Stanford (Estados Unidos), invitaba a niños de cuatro años, uno a uno, a escoger en una bandeja un marshmallow (golosina llamada en castellano malvavisco o nube). El investigador explicaba a cada niño que podía comerse la golosina cuando quisiera, pero si era capaz de esperar a que él se fuera a dar una vuelta, cuando volviera en vez de una le daría dos. Los niños se quedaban solos en una sala vacía, sin juguetes ni distracciones, y algunos empezaban a comerse la golosina enseguida. Pero un tercio de ellos fue capaz de esperar los largos quince minutos que el investigador podía estar fuera de la sala. Y se comprobó que estos niños que tenían mayor capacidad de esperar, eran también los que mostraban mayor capacidad de atención.

Mucho más completo es el estudio que lleva realizándose en la ciudad neozelandesa de Dunedin desde el año 1972, observando los progresos de los 1.037 bebés que nacieron en la ciudad durante un periodo de 12 meses. A los tres y cinco años se observaron una serie de parámetros que tienen que ver con la paciencia y la capacidad de saber esperar, como la perseverancia, la concentración, la capacidad de superar la frustración y la capacidad de controlar los propios impulsos. Luego se observaron sus progresos a los doce años de edad, y se han seguido observando periódicamente en la edad adulta. La conclusión de este estudio sin precedentes es que las personas que en su infancia mostraban una mayor capacidad de autocontrol, son también las que en su vida adulta tienen mejor salud, menos problemas y mayor estabilidad económica y personal. Todo ello independientemente de su inteligencia y del estatus social de su familia. El estudio de Dunedin también incluye el seguimiento de 500 hermanos en los que se observa la misma tendencia: el hermano o hermana que mostraba mayor autocontrol es el que tiene hoy una vida adulta más satisfactoria. De modo que una parte importante de la educación es estimular la capacidad de resistirse a una tentación o de perseverar en una actividad.

El saber esperar, más difícil para los más pequeños, se aprende en parte con la edad. Pero ello no es fácil en el mundo de hoy, que continuamente nos apremia a apresurarnos, que nos presiona para “ganar tiempo”, como si el tiempo fuera una carrera a la que hemos venido a competir. Nos invita a fijarnos en el ritmo abstracto que marcan los relojes y los semáforos, en vez de atender a las cualidades que corresponden a la situación presente, al momento del día, a la estación del año.

Hoy creemos que el tiempo es una línea hecha de horas de sesenta minutos de sesenta segundos, todos ellos homogéneos y corriendo por su cuenta. Pero cien segundos de tedio nunca han tenido nada que ver con cien segundos de entusiasmo.

Antes de la invención del reloj mecánico, en el siglo XIII, el tiempo no se concebía de manera abstracta y lineal, sino que respondía a los ciclos del cosmos: las horas del día se medían dividiendo por doce el periodo que va de la salida a la puesta del sol. Es decir, tanto en invierno, cuando los días son cortos, como en verano, cuando los días son largos, el periodo diurno se dividía en doce horas, de modo que las horas de los días de verano eran más largas y las de los días de invierno eran más cortas. Y sucedía al revés en las noches: las horas de las noches de invierno eran más largas que las de las noches de verano. Eran horas que seguían el compás de los ritmos de la naturaleza y del cosmos, no horas independientes de nosotros. Cuando un poeta medieval habla de “las largas horas de las noches de invierno”, no es una expresión metafórica: literalmente eran más largas. El reloj mecánico, para el que las horas son todas iguales en cada momento, se fue extendiendo progresivamente por el mundo. Pero en Oriente se intentó conciliar este invento con los ciclos naturales. En el Japón del siglo XVII había relojes mecánicos que se ajustaban el primer día de cada mes para que siguieran dando las horas según la duración del día: a medida que se pasaba del invierno a la primavera, las horas de los días se hacían más largas y las de las noches más cortas.

El reloj mecánico fue el modelo del universo newtoniano y es la máquina clave del mundo moderno: nos hace ir a su ritmo y no al nuestro. Ya en el París del siglo XIX, Baudelaire lamenta que “a cada minuto nos destruye la idea y la sensación del tiempo”.  El tiempo abstracto de los relojes tiende a separarnos del momento presente: crea una sensación de carencia, porque nos hace sentir algo que parece que se nos escapa. El tiempo mecánico, en su aburrido avance lineal, nos invita a apresurarnos y acelerarnos. Así hemos llegado a nuestra sociedad acelerada e hiperactiva, que nos toca dejar atrás para alcanzar la serenidad y redescubrir el regalo de la existencia en el aquí y ahora. Cuanto más a fondo habitamos en el presente, más brilla la vida a través de nosotros. El pasado y el futuro son olas que momentáneamente emergen en el mar de la mente.

El contrasentido de nuestros esfuerzos por apresurarnos y ganar tiempo lo refleja muy bien Michael Ende en su novela Momo. Allí describe una ciudad que ha sido invadida por hombres vestidos de gris que proclaman “El tiempo es oro: ¡no lo gastéis!”. Son muchos los que se dejan seducir por los hombres de gris, pero por más que intentan ahorrar tiempo, siempre se les escapa: “La gente nunca parecía darse cuenta de que al ganar tiempo, había otra cosa que perdían”. Sus vidas se volvían más grises y vacías de sentido, porque al orientarse hacia un futuro abstracto, perdían el contacto con el presente y con el corazón. “La vida radica en el corazón humano, y cuanto más tiempo ahorraba la gente, menos tenía”, escribe Ende. Detrás de todo ello hay una huida del presente y un miedo a la muerte que es también miedo a la vida. En una ocasión Momo, el protagonista de la novela, pregunta al profesor Hora sobre la muerte, y el profesor responde: “Si la gente supiera cuál es la naturaleza de la muerte… dejaría de temerla. Y si dejara de temerla, ya nadie podría robarles su tiempo”.

Vivir con prisas, pendientes del reloj, es frustrante y estéril. En cambio, hacer las cosas en el momento oportuno, sin apresurarse, es una de las enseñanzas de las mejores tradiciones espirituales. “En la vida la paciencia trae salud, belleza, fama y una gran longevidad”, escribió Shantideva, el sabio indio del siglo VIII que es uno de los autores favoritos del Dalai Lama. En su clásico Zen en el arte del tiro con arco (Kier/Gaia), Eugen Herrigel rememoraba su aprendizaje junto a un maestro de kyudo, el arte japonés del tiro con arco. Para ser un buen arquero, enseñaba su maestro, lo más importante no es la fuerza ni la destreza física. Lo esencial es la capacidad de sostener el arco con paciencia, “poderosamente pero sin esfuerzo”, olvidándose de sí y entregándose al momento presente, hasta que llega el instante en que la flecha sale disparada, como por sí misma, rauda y certera hacia la diana. En cierto momento, Herrigel confiesa a su maestro que no parece estar haciendo ningún progreso:
- ¿Qué debo hacer?
- Tiene que aprender a esperar como es debido.
- ¿Y cómo se aprende eso?
- Desprendiéndose de sí mismo, dejándose atrás decididamente a sí mismo y a todo lo suyo, de modo que en usted sólo quede la tensión del arco, sin intención alguna.

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