¿POR QUÉ UN CURSO DE MILAGROS?
Por Anna Horno
En este momento, en el que me dispongo a realizar un breve recorrido por mi historia personal, no puedo dejar de sentir un inmenso agradecimiento al comparar lo que fue mi vida, y más concretamente mi estado mental anterior a mi encuentro con Un Curso de Milagros, y lo que está resultando a partir del «milagroso» instante en el que decidí incorporar su práctica a mi experiencia de vida, día tras día, circunstancia tras circunstancia… unas veces “mejor” y otras “peor”. Siempre digo que ha representado un antes y un después; dos vidas vividas en una sola, o dos personas compartiendo idénticas experiencias, pero extrayendo de ellas una interpretación completamente distinta, así lo siento.
Me vienen a la memoria muchísimos relatos del pasado. Historias que jamás tuvieron un «final feliz», y es que el ego siempre dicta sentencia, condenándonos a la búsqueda de la felicidad donde ésta no se encuentra. Nos parece imposible concebir que la felicidad no se halla en las cosas que atesoramos ni en los acontecimientos que suceden o dejan de suceder en nuestro mundo, ni está sujeta o condicionada a unos cuantos resultados concretos. La felicidad es, simplemente, un estado del ser. La felicidad es aquello que somos pero que negamos y nos impedimos experimentar. Es inmanente a nuestra condición de Hijos de Dios. La felicidad se revela en nuestra conciencia no al final del camino, sino en el propio camino, mientras lo recorremos, paso a paso, de la mano del maestro adecuado, saboreando cada suceso, cada encuentro, cada relación, reconociendo y disfrutando del Amor, la belleza y la perfección que nos envuelven por completo.
Desde mi infancia me ha acompañado casi permanentemente un sentimiento de soledad, de tristeza, una sensación de estar en un lugar extraño, haciendo cosas extrañas para las que no encontraba sentido ni una explicación a mi juicio razonable. Recuerdo que muy a menudo pensaba «esto debe ser un sueño del que tarde o temprano despertaré». Y es que me resistía con todo mi corazón a creer que lo que veía, lo que parecía estar sucediendo y el modo en que me sentía, era todo lo que había y todo lo que cabía esperar de mi existencia y de aquello que creía ser yo.
Mis padres han sido siempre de carácter conservador y muy pragmáticos; trabajadores incansables y poco partidarios de cuestionar el mundo ni la experiencia que en éste les ha tocado vivir, ni tan siquiera las emociones de las que son presos, características todas ellas que mi hermano heredó y conservó, pero que definitivamente yo debí extraviar, si es que alguna vez poseí, en algún momento entre mi nacimiento y la etapa de mi niñez. Ellos han dedicado sus vidas y esfuerzo a trabajar duro para asegurarse un futuro tranquilo, una vejez sin sobresaltos. Han convertido su estancia aquí en el plan perfecto, diseñado por ellos mismos para que nada quede al azar y todo resulte lo más predecible y cómodo posible dentro de sus esquemas mentales.
Incluso entre mis amigos era consciente de que algo en mí no me permitía funcionar en el mundo de la misma manera. Las cosas con las que ellos llenaban sus vidas, a mí me resultaban tremendamente aburridas. Sus distracciones no eran las mías, ni tampoco lo eran las expectativas de futuro ni los motivos para la satisfacción. Ellos ya habían trazado un plan, tenían metas y estaban decididos a ir tras ellas. Yo, en cambio, continuaba tratando de ubicarme, procurando dar sentido a mi vida, intentando hallar el «mapa del tesoro», de ese tesoro llamado felicidad. No tenía metas puestas en ninguna parte, ni en la tierra ni en el Cielo, y ello me procuraba una terrible sensación de desorientación e inadaptación.
Siendo pequeña me sentía ya inclinada a vivir la vida dejando espacio para la improvisación. En aquel tiempo tampoco era mucha la que se podía esperar ni la que se presentaba, pero aun así, no me gustaba planificar, algo me decía que los planes de futuro me alejaban del presente, e intuía que lo planificado, en cualquier momento podía desbaratarse y con ello se esfumaban todas mis esperanzas de ser feliz algún día. Fue así como llegué a la conclusión de que la felicidad, al menos la mía, no podía depender de trazar objetivos y sentarme a esperar verlos satisfechos, porque la esperanza bien podría transformarse en desesperanza, y el objeto de mis deseos no llegar a concretarse jamás.
Y llegó la etapa de la adolescencia, y tras ella mi edad adulta. Y este rasgo, lejos de desaparecer, terminó por definir mi personalidad. Y ha sido, desde que recuerdo, una fuente inagotable de conflicto interno y externo. Durante muchos años he sentido una profunda sensación de culpa y fracaso al compararme con familia u otras personas de mi entorno. Me habían educado para seguir fielmente un modelo de vida en el que me sentía incapaz de confiar y mucho menos adaptarme. A mi alrededor todo el mundo parecía triunfar, estar satisfechos con sus vidas, tenían claro lo que querían, y luchaban por conseguirlo. En contraste, yo era un completo desastre en todos los ámbitos de mi experiencia. El caos lo impregnaba todo, la confusión era mi fiel compañera, y una sensación de aburrimiento y estancamiento me asfixiaba casi, casi constantemente. Sin método, sin propósito, sin un plan, sin más objetivo que la felicidad y sin saber dónde encontrarla, ahí estaba yo, sumida en una profunda desesperación, sintiéndome sola y deprimida.
Mi educación se desarrolló entre monjas y curas de la religión católica. De ellos aprendí que el mejor recurso de enseñanza-aprendizaje, es la propia práctica de lo que se predica. No parecía ser una característica muy común ni tampoco un hábito entre el profesorado, que lejos de expresar el Amor que pregonaban, entregaban sus días a un ejercicio de crueldad hacia sus alumnos, niños sin posibilidad de defenderse, que eran agredidos verbalmente y tratados injustamente con demasiada frecuencia. Gracias a aquellos episodios, asumí la firme determinación de no involucrarme jamás con una institución como aquélla. No me gustaba su dios, y menos todavía simpatizaba con sus prácticas abusivas.
Y así me convertí en adulta, convencida de que la rebeldía era el camino, aunque ciertamente no tenía ni idea del lugar al que conducía aquel supuesto camino. Y me condujo a deambular de aquí para allá sin un propósito establecido, perdida, embarcándome en un sinfín de experiencias que, lejos de proporcionarme un rumbo estable, únicamente me procuraban callejones sin salida. Mirase donde mirase, veía el orden en el que se desenvolvían las vidas de los demás, en oposición al caos que parecía haberse adueñado de mi propia vida. Y sufría terriblemente por ello, pero no era capaz de encontrar la puerta de salida.
Desde prácticamente la etapa de mi adolescencia y hasta hace poco más de cinco años, me dediqué a un tipo de búsqueda particularmente inútil, una búsqueda que lleva implícita la huida constante. Y así, por casi treinta años, consagré mi vida a huir de todo, lo que me gustaba y lo que me desagradaba, todo terminaba por cansarme, y resultando no ser, ni por asomo, lo que yo andaba buscando. Y así, sistemáticamente, iniciaba una nueva búsqueda en un lugar diferente, siempre con la esperanza de que ésta fuera la búsqueda definitiva, la que me conduciría a ese estado de sosiego, plenitud y felicidad que tanto deseaba.
Cuando un empleo resultaba tedioso, lo abandonaba por otro en apariencia más atractivo, pero que a la larga se revelaba incluso más tedioso que el anterior; cuando entre mis amigos la relación no era la que cabía esperar, pronto daba media vuelta y buscaba amigos en otra parte; cuando en la relación de pareja se comenzaban a manifestar los primeros síntomas del conflicto, ahí estaba mi maleta siempre dispuesta a acompañarme en la huida; cuando un lugar me aburría, buscaba un lugar «mejor» donde echar raíces. Esa creo fue mi verdadera búsqueda: un lugar donde echar raíces, donde sentirme en «casa». Necesitaba dejar de encontrarme extraña en todas partes. Anhelaba dar con el modo y el «lugar» donde sentirme cómoda, empezar a ser como el resto de los mortales, y vivir exactamente igual que los demás lo hacían.
Hoy comprendo este extraño juego del ego y cuán insensata es la búsqueda que nos propone, puesto que jamás resultará una búsqueda con final feliz. Hoy comprendo que fui una rebelde, sí, pero una rebelde sin causa, una rebelde que ni tan siquiera sabía contra qué se estaba rebelando ni se había detenido a descifrar el propósito.
No me daba cuenta de que mi vida se había convertido en un bucle, un sube y baja, siempre en la cuerda floja de las mismas escenas sobre escenarios distintos. Eso era exactamente, no sabiendo cómo cambiar las escenas, o simplemente transformar mi visión respecto a ellas, me dediqué a cambiar de escenario constantemente, compulsivamente, hasta convertirme en una maestra del autoengaño, en una adicta al cambio, a las rupturas, a los finales que prometen mejores comienzos en alguna otra parte.
Con el paso del tiempo, siendo consciente de que mi miseria emocional, lejos de encontrar mejoría no hacía más que empeorar, decidí volcarme en el amor de las relaciones de pareja, por supuesto, el amor tal como yo lo entendía. El amor de las expectativas frustradas y las necesidades no satisfechas; el amor de los reproches y el conflicto permanente. El amor de la disputa por el poder, el que quiere tener siempre la razón no importándole el precio que deba pagar por ello; el amor de los intereses separados, ese amor que en verdad no sabe absolutamente nada del Amor. Y tuve experiencias, ya lo creo, y en cada una de ellas, sólo tres cosas permanecieron constantes: el conflicto, el resentimiento y la sensación de haber vuelto a «errar el tiro».
Con cuarenta años a mis espaldas, llegó el día en que decidí que ya tenía suficiente, comprendí que nunca nada ni nadie iba a poder, como por arte de magia, llenar el vacío de mi corazón. Y comencé a intuir que el Cielo y el infierno no son lugares físicos, sino estados mentales, y que determinar en cual de ambos «mundos» deseaba vivir, era una elección personal y totalmente independiente de los sucesos externos.
Poco tiempo después de aquella especie de «revelación», me sentí guiada a renunciar a toda mi vida de entonces, y en contra de toda recomendación, abandoné trabajo, casa, objetos personales, relaciones, proyectos... mi propósito era firme, cansada ya de tanto sufrimiento, de aquella rutina que me estaba aplastando y de una vida de pura supervivencia que no conducía a ninguna parte, rompí una vez más con todo, y con las manos vacías, volví a empezar. No sabía cómo, ni en qué momento mi vida iba a cambiar, pero tenía la firme determinación de que esta vez lograría cambiarla, aprender a hacer de mi experiencia en el mundo una experiencia de felicidad y estabilidad mental.
Será cierto que necesitamos recorrer el camino más arduo para llegar al punto en que exhaustos, tristes y derrotados, gritamos ¡¡¡basta, basta, basta!!!... ¡¡¡esto no es lo que yo deseo, no es el modo en que quiero vivir!!! Parece que únicamente en esos momentos, momentos de un sincero abandono, de renuncia y completa entrega a la existencia, somos capaces de despertarnos a la posibilidad de una realidad diferente.
Un Curso de Milagros llegó por primera vez a mi vida a la edad de 23 años. En aquel tiempo ya había iniciado mi búsqueda espiritual, de hecho, creo que mi afán por «encontrar», o mejor dicho «encontrar-me», comenzó el mismo día de mi nacimiento, sólo que por mucho tiempo no supe darme cuenta.
La primera vez que leí el Curso, me dejó bastante indiferente. Gran parte de lo que allí se exponía, ni tan siquiera me resultó comprensible, mucho menos fui capaz de relacionarlo con lo que parecía suceder o cómo me sentía en mi diario ir y venir.
Y así transcurrieron 18 años más entre risas, placeres fugaces, decepciones, búsqueda infructuosa, ilusiones, esperanzas, conflicto, romanticismo, sufrimiento, resentimiento y una extensa colección de «fracasos».
De nuevo a los 41, Un Curso de Milagros volvió a tropezar conmigo, o yo con él. En realidad opino que cuando el alumno está preparado para escuchar, el Curso se dirige hacia éste de una forma maravillosamente sincronizada y orquestada. Y no es que haya un tiempo específico más o menos adecuado para iniciar su práctica, es sólo que en nuestra mente, ya hemos abrazado la idea de que una preparación previa es requisito indispensable.
Amig@, no te dejes engañar por las dilaciones de las que tu ego es capaz. Si has llegado hasta aquí, es que ahora es el momento perfecto, independientemente de la posición en la que creas encontrarte. El punto de partida no es importante, sólo tu deseo sincero de transformación interna lo es.
El Curso llegó, esta vez para quedarse, a través de la lectura de «La desaparición del Universo», escrito por Gary R. Renard. Este magnífico libro causó un verdadero impacto en mi mente. Muchas cosas cambiaron en mi forma de ver y sentir. Provocó una auténtica sacudida en mi conciencia.
La lectura del propio Curso, puede resultarnos en ocasiones un tanto ambigua y compleja, pero la desaparición no dejaba lugar para la duda, mucho menos para interpretaciones poco ortodoxas.
Con cada página que devoraba, me sorprendía descubriendo aspectos que yo misma había intuido desde siempre, y que en más ocasiones de las deseadas, me habían hecho sentir como un «bicho raro». Es muy común entre nosotros, los estudiantes del Curso, establecer una analogía con las piezas de un puzle; experimentando cómo una a una todas las preguntas obtienen respuesta, y cómo todas las respuestas se van acomodando dentro de una realidad Superior, hasta que finalmente, conseguimos que «el puzle» en nuestra mente esté completo y exclamamos maravillados: ¡Ya está, ahora lo entiendo todo, todo encaja! Es entonces cuando la necesidad de preguntar desaparece y su lugar es reemplazado con nuestro deseo de entregarnos a la experiencia…
Al tiempo que a través de la lectura tomaba conciencia de una realidad diferente, comenzaba a recordar anécdotas de mi niñez, inquietudes recurrentes para las que entonces no hallé sosiego y que ahora, tantos años después, se me revelaban, con grata sorpresa, perfectamente integradas dentro del planteamiento y propósito de Un Curso de Milagros.
También comencé a experimentar una sensación de liberación del sentimiento de culpa e inadecuación que me había acompañado desde siempre. Empezaba a comprender que no es delito restar valor a las cosas de este mundo; ni tampoco lo es amar a un animal tanto como a un ser humano; no hay delito en tratar de vivir bajo mis propias «reglas» y no según las pautas que la sociedad impone; no es delito sentir el mismo aprecio por mi familia que por cualquier otro ser humano; ni lo es no permitirme vivir sometida a mi propia dependencia hacia mi hija, ni negarse a vivir en una constante preocupación por lo que sucederá mañana. No es delito estar dispuesto a abandonar las cosas materiales en cualquier momento, y ya puestos, ¿por qué iba a serlo actuar de la forma que mi corazón me dicta, aun cuando aparentemente resulte en detrimento de mis «intereses personales»?… ¡cuántas veces me he sentido basura por todo ello!
Mi educación católica, bien podría haber resultado nefasta desde el punto de vista de mi aceptación de los principios del Curso, pero muy al contrario, lejos de suponer un obstáculo, me permitió experimentar un profundo reconocimiento y una inmensa alegría. Por fin descubría al Dios-Amor tal como siempre Lo había concebido.
A partir de aquí, comenzó mi interés, y mucho más allá de éste, mi devoción por el Curso. No sólo había respondido a todas mis preguntas, sino que me ofrecía una explicación absolutamente coherente para las causas que originaron el mundo, e incluso me proporcionaba las instrucciones precisas para hallar el camino de salida de todo este enredo.
Hoy, cinco años después de haber iniciado la tan valiosa, y en ocasiones difícil tarea del «deshacimiento del ego», contemplo con profunda satisfacción cuánto he cambiado, y al mismo tiempo, reconozco también lo mucho que me queda todavía por hacer. Lo más importante en todo este periodo de entrenamiento, ha sido comprender que todos mis intentos estériles por retener la tan escurridiza felicidad, jamás fueron necesarios, puesto que la felicidad hacía permanecido a mi lado todo el tiempo, era yo misma, una vez que aprendí a ver las mismas viejas cosas de siempre con ojos nuevos.
Y hasta el día de hoy, continúo siendo la personificación del «desastre» en la forma en muchos aspectos. No soy una persona que guste vivir según las convenciones sociales, ni creo que pueda serlo jamás. La única diferencia es que ya no tiene el poder de causarme sufrimiento, ya no me atormenta, y si en algún momento me siento emocionalmente afectada, sé qué hacer y a Quién recurrir para solicitar ayuda, segura de que ya la he recibido.
Analizando mi vida anterior desde mi perspectiva actual, me doy cuenta de que Un Curso de Milagros me estaba destinado… y decidí aceptar mi destino, eso es todo.
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