PALABRAS Y PENSAMIENTOS
Publicado por la Foundation For a Course in Miracles, escrito por Kenneth Wapnick y traducido al castellano por Juan Illan Gómez.
Introducción: El lamento de Claudio
En el tercer acto de Hamlet, el Rey Claudio, el tío del protagonista -“esa bestia adúltera e incestuosa”- reza ostensiblemente para librarse de la culpabilidad por el asesinato de su hermano el rey, el padre de Hamlet. Pero la futilidad de los esfuerzos de Claudio se refleja en estas palabras, que dice mientras se levanta desalentado de sus oraciones vacías: "Mis palabras vuelan alto, pero mis pensamientos se quedan abajo: Las palabras sin pensamientos nunca van al cielo" (III,iii).
Lo que quiere decir aquí el rey es que sus palabras de oración (esto es, de perdón) carecen de sentido y no se elevarán al Cielo si no hay verdadera intención en el pensamiento, que claramente está ausente en la función.
El lamento de Claudio es el nuestro, pues todos somos culpables del “pecado” de no decir de todo corazón lo que decimos, en una completa discrepancia entre nuestras palabras, que aparentan venir de la mente recta, y nuestros pensamientos que vienen de la mente enferma. Las protestas de amor a nuestro Creador tienen que contradecirse de manera inevitable con el odio oculto que mantenemos bajo llave en las cámaras acorazadas de nuestras mentes, enterrado bajo los escombros de culpabilidad y miedo que forman los cimientos del sistema de ideas del ego. A la vez, nuestras expresiones de desdén, decepción e incredulidad no son más que una tapadera del amor que, con la mayor profundidad, sentimos por nuestra Fuente, al que el texto se refiere como la atracción del amor por el amor (T-12.VIII).
Estas tumbas oscurecidas en la mente son lo que llamamos el inconsciente. Es interesante ver que se tenía noción de este inmenso y desconocido depósito de pensamientos y sentimientos sepultados mucho antes de que Freud lo pusiera en el mapa psicológico del mundo. La intuición artística de Shakespeare, por ejemplo, sondeó este ámbito misterioso, y es una de las razones de la reverencia de Freud ante el genio psicológico, además del literario, del Bardo. En efecto, sin comprender el almacén de culpabilidad y miedo de la mente, nunca podríamos desentrañar el porqué de que nuestras oraciones conscientemente sinceras “nunca van al cielo”, el porqué de que, en palabras de San Pablo “el bien que quiero hacer no lo hago, pero el mal que no quiero hacer, ése si lo hago” (Romanos 7:19). Esta es la idea que hay detrás de la advertencia de Jesús: “No confíes en tus buenas intenciones, pues tener buenas intenciones no es suficiente” (T-18.IV.2:1-2). En el libro de ejercicios, Jesús nos proporciona una descripción clara de este contraste entre nuestras palabras y nuestros pensamientos, que se hace eco del rey moralmente perdido de Shakespeare:
Decir estas palabras [“Deseo la paz de Dios”] no es nada. Pero decirlas de corazón lo es todo [...] Pero ciertamente son muy pocos los que las han dicho de todo corazón. No tienes más que contemplar el mundo que ves a tu alrededor para cerciorarte de cuán pocos han sido (E-pI.185.1:1-2; 2:7-8).
El objetivo de este artículo es, por tanto, explorar la relación entre nuestras palabras y nuestros pensamientos. Comenzamos con el conflicto entre ellos que nace de nuestra fundamental deshonestidad con nosotros mismos, seguimos con la curación del conflicto que viene a través de la honestidad con nosotros mismos (y con Jesús) y concluimos con la resolución definitiva de todo conflicto: aceptar el Único Pensamiento que transciende nuestras pequeñas palabras y nuestros pequeños pensamientos.
Palabras y pensamientos: Deshonestidad y conflicto
La deshonestidad es una de las características más destacadas y malévolas del ego, y así no sorprende que Jesús haga de la honestidad la segunda característica de los maestros de Dios:
La paz que experimentan los maestros de Dios avanzados se debe en gran medida a su perfecta honestidad. Sólo el deseo de engañar da lugar a la pugna. El que es uno consigo mismo, no puede ni siquiera concebir el conflicto. El conflicto es el resultado inevitable del auto-engaño, y el auto-engaño es deshonestidad (M- 4.II.2:1-4).
Como leemos, estos maestros están libres de conflictos:
No están en conflicto consigo mismos a ningún nivel. Por lo tanto, les es imposible estar en conflicto con nada o con nadie (M-4.II.1:8-9).
Pero como muy pocos de nosotros podemos considerarnos maestros avanzados, Jesús se dirige a nosotros al nivel de principiantes (en el primer peldaño de la escalera [O-1.II]), donde creemos estar como cuerpos que viven en un universo material. Cuando he dado clases para psicoterapeutas basadas en el panfleto Psicoterapia: Propósito, proceso y práctica, a menudo he leído estas líneas, que son una llamada a la humildad y a la sobriedad, y que se aplican fácilmente también a la mayoría de los estudiantes de Un Curso de Milagros:
La mayoría de los terapeutas profesionales apenas están en el comienzo de la fase inicial del primer viaje. Incluso aquellos que han comenzado a entender lo que tienen que hacer pueden oponerse aún a iniciar el camino (P-3.II.8:5-6).
Por lo tanto, una parte importante de la enseñanza de Un Curso de Milagros es que, justo desde el principio, un principio que es presente siempre en lo que en verdad es un tiempo no lineal, el Hijo de Dios fue deshonesto, engañándose a sí mismo sobre su identidad como mente, y llevando su engaño a creerse que es un cuerpo. La única lección del libro de ejercicios que se repite más de una vez -tres veces, de hecho- es Soy tal como Dios me creó (Lecciones 94, 110 y 162), y la idea se repite con frecuencia a lo largo de los tres libros del Curso. Lo que Dios creó es espíritu, la extensión no espacial e intemporal de su Ser y su Voluntad no duales. Si esto es verdadero, como Jesús nos enseña que es de manera enfática, todos los pensamientos y experiencias que tenemos de nosotros mismos como cuerpos -como entidades físicas y psicológicas que existen en el mundo dual de la separación y la percepción- tienen por fuerza que ser mentira y por tanto deshonestos de manera inherente.
Imaginemos, entonces, cómo son de verdad nuestras vidas en el mundo. Una parte de nosotros, la parte olvidada de la mente que toma las decisiones, sabe siempre que nuestro ser y nuestra situación tal como los experimentamos son ilusorios, y que la verdad de nuestra realidad está en otro sitio (“Mas tú, el santo Hijo de Dios, no eres consciente de tu realidad” [T-30.III.11; 10]). Como Jesús nos dice en la Lección 182:
Este mundo en el que pareces vivir no es tu hogar. Y en algún recodo de tu mente sabes que esto es verdad. El recuerdo de tu hogar sigue rondándote, como si hubiera un lugar que te llamase a regresar [...] sigues sintiéndote como un extraño aquí, procedente de algún lugar desconocido [...] un exilado [...] No hay nadie que no sepa de qué estamos hablando (E-pI.182.1:1-5; 2:1).
A pesar de este recuerdo interior, mantenido por el Espíritu Santo en la mente sana, nuestras vidas separadas son un reflejo de justamente lo contrario de lo que la mente sabe que es verdad. Vivimos aquí como cuerpos en la extraña y hasta perversa comodidad de ser especiales, habiéndonos ajustado a un ser, un mundo y una realidad que no son nuestro hogar. ¿Qué mayor conflicto podría haber nunca que este, en el que nuestras mismas palabras y nuestra misma conducta, especialmente cuando parecen reflejar un esfuerzo espiritual auténtico, contradicen lo que nuestros pensamientos nos dicen que es la verdad sobre nosotros mismos?
Así todos caminamos por el mundo en un conflicto inevitable, pues nuestras palabras y nuestra conducta conscientes (en nuestras relaciones de amor o de odio especial) no están en armonía con nuestros pensamientos inconscientes, sean de la mente enferma o de la sana (iv). El ego está determinado de manera infernal (¡literalmente!) a convencernos de que somos cuerpos y no mentes, estén estas llenas de culpabilidad por la separación o de la inocencia de la Expiación. Semejante conflicto siempre tiene que generar miedo pues se opone a la verdad, lo que conduce a la culpabilidad, pues nos recuerda nuestra oposición original a la verdad, cuando le dijimos a Dios que Su Amor no era suficiente. Y de ahí sigue la idea aterradora de que Él tomará represalias con ira vengativa. Así leemos el pasaje del manual que sigue en el que he sustituido “pensamientos mágicos” por “conflictos externos” en la primera frase:
Mas ¿cuál va a ser ahora tu reacción ante todos los conflictos externos? No pueden sino volver a despertar tu culpabilidad durmiente, que has ocultado pero no has abandonado. Cada uno le dice claramente a tu mente atemorizada: "Has usurpado el lugar de Dios. No creas que Él se ha olvidado" [...] Y ahora ya no queda ninguna esperanza [...] Un padre iracundo persigue a su hijo culpable. Mata o te matarán, pues éstas son las únicas alternativas que tienes. Más allá de ellas no hay ninguna otra, pues lo que pasó es irreversible. La mancha de sangre no se puede quitar y todo el que lleva esta mancha sobre sí está condenado a morir (M-17.7:1-4,7,10-13).
Todo el que viene a este “mundo árido y polvoriento, al cual criaturas hambrientas y sedientas vienen a morir” (E-pII.13:5:1) lleva dentro el horroroso pensamiento anterior (la mancha del pecado), y cada uno de nosotros lo niega primero y luego se inventa una manera única de expresarlo exteriormente en el mundo de los cuerpos especiales. Tenemos la creencia mágica de que el problema de la culpa se ha eliminado proyectándola en los demás y atacándolos. Pero la proyección no funciona, porque las ideas no abandonan su fuente. Lo que está dentro de la mente dentro de la mente se queda:
Las ideas no abandonan su fuente, y sus efectos sólo dan la impresión de estar separados de ellas. Las ideas pertenecen al ámbito de la mente. Lo que se proyecta y parece ser externo a la mente, no se encuentra afuera en absoluto, sino que es un efecto de lo que está adentro y no ha abandonado su fuente (T-26.VII.4:7-9).
En consecuencia, estamos clavados en el problema, lo que significa que estamos “poseídos” por este conflicto irreconciliable entre “Dios” y el ego, como acabamos de leer en el pasaje del manual del maestro. Como la proyección da lugar a la percepción, el corolario de que las ideas no abandonan su fuente, vivimos perpetuamente fuera como cuerpos el conflicto que brama dentro. ¿Cómo podríamos no caminar por el mundo en un estado de terror absoluto? Nuestros cuerpos vulnerables -física y psicológicamente- son presa de todo tipo de fuerzas oscuras más allá de nuestro control que podrían apagar nuestra luz “de la vida” en cualquier momento, de manera literal y figurada.
Una de las manifestaciones de este conflicto entre nuestros pensamientos y nuestras palabras o nuestra conducta se produce cuando conscientemente pensamos, sentimos o deseamos algo, pero inconscientemente queremos lo contrario, un ejemplo del síndrome paulino citado anteriormente. Leemos al principio del texto:
El miedo es siempre un signo de tensión que surge cuando hay conflicto entre lo que deseas y lo que haces [...] puedes comportarte de acuerdo a como crees que debes, mas sin querer hacerlo realmente. Esto da lugar a un comportamiento congruente, pero conlleva gran tensión [...] la mente y el comportamiento están en desacuerdo, lo cual da lugar a una situación en la que estás haciendo algo que realmente no quieres hacer (T-2.VI.5:1,4-6).
Un ejemplo claro y obviamente relevante sería el del enfoque y la práctica de Un Curso de Milagros por sus estudiantes. Va hasta el centro del importante tema de forma y contenido, el núcleo de la relación especial. Nos dice el Curso:
Cada vez que alguna forma de relación especial te tiente a buscar amor en ritos, recuerda que el amor no es forma sino contenido. La relación especial es un rito de formas, cuyo propósito es exaltar la forma para que ocupe el lugar de Dios a expensas del contenido. La forma no tiene ningún significado ni jamás lo tendrá (T-16.V.12:1-3).
Si nosotros los estudiantes de Un Curso de Milagros fuésemos honestos, reconoceríamos que detrás de las formas de nuestro trabajo con el Curso -estudiar el texto, practicar las lecciones del libro de ejercicios, asistir a seminarios y clases, unirnos a grupos o dirigirlos, etc.- a menudo subyace el contenido de nuestra resistencia. Acuérdate de la cita anterior del panfleto sobre Psicoterapia: “Incluso aquellos que han comenzado a entender lo que tienen que hacer pueden oponerse aún a iniciar el camino” (P-3.II.8:6). Dicho de otra manera, muy a menudo las palabras de protesta de nuestro amor por el Curso “vuelan alto”, pero nuestros pensamientos de miedo “se quedan abajo”. Esto no puede sino reforzar el conflicto y la culpabilidad, las marcas de fábrica de la relación especial, interfiriéndose en nuestro progreso en el viaje.
Por ejemplo, a veces les hablo a los estudiantes que asisten a clases en nuestra Fundación de un extraño fenómeno que parece ocurrir cuando están aquí. Permanecen sentados durante horas en las clases, escuchando debidamente, tomando notas fielmente, y estudiando diligentemente las lecturas del Curso que se les recomienda. Nadie podría poner en duda su sinceridad en aprender las lecciones del perdón: abandonar todo juicio y ver al mismo en todos. Y sin embargo, conforme salen del auditorio al final de una sesión, es como si una aspiradora enorme empotrada en el marco de la puerta absorbiera de repente su resolución, dejándolos “libres” de volver a sus juicios habituales y sus preocupaciones con ser especiales. El contraste no podría ser más crudamente dramático, y la culpabilidad tiene que seguir necesariamente a esta “traición” a Jesús y a su curso.
Todo esto es fácil de evitar, sin embargo, cuando el conflicto se eleva a la consciencia y podemos “ver el problema tal como es, y no de la manera en que lo [hemos] urdido” (T-27.VII.2:2). Al cambiar de maestro del ego a Jesús, de la culpabilidad al perdón, elegimos la honestidad de mirar al problema real en lugar de la práctica deshonesta de buscar el problema donde no está y luego buscarle solución donde tampoco está.
Palabras y pensamientos: la honestidad y el final del conflicto
Empezamos esta sección sobre la honestidad mirando un pasaje importante que declara que el problema no es el sistema de ideas del ego per se, sino el que lo mantengamos oculto, protegiéndonos así de la verdad. Esta es la práctica del ego de asegurarse de que el problema real, la decisión de la mente de ser culpable, nunca se reconozca, y así no se pueda decidir en su contra:
Nadie puede escapar de las ilusiones a menos que las examine, pues no examinarlas es la manera de protegerlas [...] debemos [Jesús y el lector] primero examinarla [la “dinámica” del ego] para poder así ver más allá de ella, ya que le has otorgado realidad [...] ¿Y de qué otra manera puede uno disipar las ilusiones, excepto examinándolas directamente sin protegerlas? (T-11.V.1:1,5; 2:2)
De manera más sucinta, una sección posterior sobre el instante santo explica que no se nos pide abandonar todos los pensamientos del ego, lo que parecería casi imposible en las primeras etapas del viaje, donde Jesús supone que estamos. En lugar de eso, sólo se nos pide no conservar esos pensamientos, que con certeza serán liberados si los miramos con Jesús:
La condición necesaria para que el instante santo tenga lugar no requiere que no abrigues pensamientos impuros. Pero sí requiere que no abrigues ninguno que desees conservar (T-15.IV.9:1-2).
Llevarle a Jesús nuestros conflictos y nuestra culpabilidad es la única honestidad posible en el mundo ilusorio, “el sistema ilusorio de aquellos a quienes la culpabilidad ha enloquecido” (T-13.in.2:2). Es la honestidad de reconocer la verdad de nuestra situación: haber elegido al ego en lugar de a Dios. Esto significa que ya no toleramos la deshonestidad de creer que nuestros problemas vienen de otro sitio, en lo que abrazamos la forma en lugar del contenido, la apariencia en lugar de la realidad. Mirando de nuevo la descripción de la honestidad en el manual del maestro, leemos más del párrafo ya citado:
La honestidad no se limita únicamente a lo que dices. El verdadero significado del término es congruencia: nada de lo que dices está en contradicción con lo que piensas o haces; ningún pensamiento se opone a otro; ningún acto contradice tu palabra ni ninguna palabra está en desacuerdo con otra. Así son los verdaderamente honestos (M-4.II.1:4-7).
Esta congruencia se traduce en nuestra vida cotidiana en no creernos las historias y mentiras que nos contamos a nosotros mismos sobre porqué estamos disgustados (“Nunca estoy disgustado por la razón que creo” [E-pI.5]). Jesús nos llama a tener el poquito de buena voluntad de mirar con los ojos abiertos cuando practicamos el engaño del ego de creer que las causas de nuestros problemas están fuera de nosotros. Después de sus palabras de advertencia sobre no confiar en nuestras buenas intenciones ya mencionadas, Jesús nos dice:
Pero confía implícitamente en tu buena voluntad, independientemente de lo que pueda presentarse. Concéntrate sólo en ella y no dejes que el hecho de que esté rodeada de sombras te perturbe (T-18.IV.2:3-4).
Se puede decir que la tentación del mundo es creer en él y en sus mentiras. Como he escrito antes en estas páginas (El Faro, junio 2006), y he insistido en seminarios y clases, nunca deberíamos creer verdaderamente a quien nos diga que 2 + 2 = 4. Cualquiera en su mente sana, como el Hombre Subterráneo de la novela corta de Dostoyevsky, Apuntes del subterráneo, sabe que 2 + 2 = 5. Dicho de otra manera, el mundo se estableció sobre la mentira de la separación y el ataque (ver E-pII.3.2:1-4) y se mantiene por la misma mentira ahora percibida como externo a la mente que es su origen. ¿Por qué, entonces, creer en el mundo o en nadie que apoye sus cimientos de mentiras y sombras haciendo reales los errores de la separación y de ser especiales?
Una vez que se acepta como verdadera la premisa ilusoria del ego, todo lo que se deduce tiene que ser también ilusorio. Recuerda nuestros dos principios: las ideas no abandonan su fuente y la proyección da lugar a la percepción. Este es el tema de la Lección 76, “No me gobiernan otras leyes que las de Dios”, que refleja nuestro cambio de fuera a dentro, del mundo a la mente, de la ilusión a la verdad. Jesús vuelve continuamente a este cambio en la percepción. La conclusión de “No tengo que hacer nada” en el capítulo 18 del texto, que fue originalmente un mensaje personal a Helen Schucman, la escriba de Un Curso de Milagros, es una presentación clara del tema central del Curso.
Hacer algo siempre involucra al cuerpo. Y si reconoces que no tienes que hacer nada, habrás dejado de otorgarle valor al cuerpo en tu mente (ix) [...] No hacer nada es descansar, y crear un lugar dentro de ti donde la actividad del cuerpo cesa de exigir tu atención [...] Y serás más consciente de este tranquilo centro de la tormenta, que de toda su rugiente actividad (T-18.VII.7:1-2,7; 8:2).
Este centro tranquilo es la sede de la honestidad, pues aquí termina el conflicto aparente entre verdad e ilusión, que es el pan con mantequilla (x) del ego, sólo que el pan está mohoso y la mantequilla rancia. Los regalos del ego son un sustituto tan andrajoso del regalo de Sí mismo que Dios nos hace, que solo podemos preguntarnos con perplejidad cómo llegamos a estar tan locos como para aceptar semejante “parodia” (T-24.VII.1:11; 10:9) de nuestro Ser verdadero.
Y sin embargo lo hicimos y aún lo seguimos haciendo. En consecuencia, Jesús nos ruega que seamos honestos con él, que no le ocultemos nada, lo que en realidad significa que no nos ocultemos nada a nosotros mismos. Y aquí es donde está el trabajo con Un Curso de Milagros. Él necesita que miremos de manera abierta y honesta a nuestros “retazos de miedo”, porque esos pequeños pensamientos de ser especiales, de juicio y de ataque bastan para impedirnos experimentar su amorosa presencia en nuestras mentes. Su ayuda, entonces se vuelve impotente, porque no podemos disponer de sus consejos sabios y amorosos mientras sigamos siendo ambivalentes sobre nuestro deseo de ser un ego. Y así nos dice:
Mantente alerta contra los retazos de miedo que aún conservas en tu mente o, de lo contrario, no podrás pedirme que lo transponga […] Examina detenidamente qué es lo que estás realmente pidiendo. Sé muy honesto contigo mismo al respecto, pues no debemos ocultarnos nada el uno al otro (T-4.III.7:5; 8:1-2).
Demostramos nuestra honradez con Jesús haciendo el trabajo que nos pide hacer: mirar con los ojos abiertos, libres de juicios, a las historias y las mentiras que nuestros egos nos cuentan. Felizmente, no tenemos que ser perfectos, pero necesitamos tener el poquito de buena voluntad necesario para llevar a la verdad de la mente sana nuestra decisión de ser egos. Por repetirlo:
La condición necesaria para que el instante santo tenga lugar no requiere que no abrigues pensamientos impuros. Pero sí requiere que no abrigues ninguno que desees conservar (T-15.IV.9:1-2).
Estar listo para aprender a tener acceso a la verdad, por tanto, no significa que hayamos dominado el proceso de perdonar. Esta idea es, en efecto, tan importante que se declara por dos veces en el Curso (T-2.VII.7xi; M-4.IX.1:10 xii). Aceptar la Expiación por medio del perdón es un proceso, que es por lo que al final del programa de entrenamiento de un año del libro de ejercicios, se nos recuerda que “Este curso es un comienzo, no un final” (E-ep.1:1). Nunca se nos pide que seamos perfectos -sólo Dios y Cristo son perfectos-, pero se nos pide el poquito de buena voluntad necesario para aprender a volvernos perfectos. La honestidad con Jesús sobre nuestros egos es el primero y -de hecho- el más significativo de los pasos a dar, puesto que el resto sigue de manera inevitable a nuestra determinación de convertirnos en alumnos felices.
Una regla práctica que ayuda a guiarnos en nuestro viaje de la deshonestidad a la honestidad es evaluarlo todo según este criterio: o bien facilita nuestra aceptación de la Expiación, o bien la estorba. Nada podría ser más simple ni estar más en línea con las enseñanzas de Jesús, siendo una variación de lo que él dice, por ejemplo, al principio de la sección titulada “La simplicidad de la salvación”:
¡Qué simple es la salvación! Tan sólo afirma que lo que nunca fue verdad no es verdad ahora ni lo será nunca. Lo imposible no ha ocurrido, ni puede tener efectos. [...] lo falso no puede ser verdad, y que lo que es verdad no puede ser falso (T-31.I.1:1-3,7).
Dentro de nuestro mundo de ilusión, lo que es verdad es cualquier cosa que nos permita recordar que somos mentes y no cuerpos, y que por tanto nada que esté fuera de nosotros puede nunca hacernos daño. Este es el significado que hay detrás de la pregunta retórica de Jesús y su respuesta “¿Son, entonces, peligrosos los pensamientos? ¡Para los cuerpos sí!” (T-21. VIII.1:1-2). ¡Pero no para las mentes! Además, el placer tampoco puede ser nunca del cuerpo que, al no existir fuera de la mente que lo proyectó, no siente. Expresando de otra manera (xiii) esta importante afirmación leeríamos “El cuerpo no disfruta el placer que le proporcionas porque no tiene sensaciones” (T-28.VI.2:2). Por lo tanto, lo que es falso en nuestro mundo es la confusión de niveles que nos dice que el cuerpo siente placer y dolor, y por tanto tiene el poder de quitarnos o darnos nuestra paz. Esto se resume de forma sucinta pero incisiva en el libro de ejercicios:
[…] aceptar la idea de hoy [“Mi salvación procede de mí”] [...] significa que nada externo a ti puede salvarte ni nada externo a ti puede brindarte paz. Significa también que nada externo a ti te puede hacer daño, perturbar tu paz o disgustarte en modo alguno (E-pI.70.2:1-2).
Modificando esto, podemos decir que la verdad en este mundo, fabricado por el ego, es que la causa de todo lo que sentimos (física y psicológicamente) como cuerpos, que no son más que efectos, es la decisión de la mente a favor de la culpabilidad. La mentira es que el mundo y sus leyes sean la causa de nuestros dolores y placeres, sobre los que casi no tenemos control:
Hubo un tiempo en que no eras consciente de cuál era la causa de todo lo que el mundo parecía hacerte sin tú haberlo pedido o provocado. De lo único que estabas seguro era de que entre las numerosas causas que percibías como responsables de tu dolor y sufrimiento, tu culpabilidad no era una de ellas (T-27.VII.7:3-4).
Eligiendo por fin aprender y vivir la verdad del Espíritu Santo, somos capaces de volver a nuestras mentes y hacer una elección diferente, decidiendo que lo que queremos es perdón en lugar de culpabilidad. Y estando hecha la elección por la mente sana, la culpabilidad se va y nuestros amorosos pensamientos de perdonar y no juzgar guían nuestros cuerpos o vidas personales a acciones que sólo pueden ser amorosas, que perdonan sin juzgar. Esta congruencia constituye la honestidad en nuestra vida aquí, en la que nuestros pensamientos y palabras (y conducta) reflejan la unicidad del amor del Cielo.
Una vez que hemos cambiado de perspectiva, la pequeñez del mundo de cuerpos del ego da paso suavemente a la grandeza del poder de la mente, que es nada menos que el medio para elegir entre Cielo e infierno. En palabras de “Transformación”, un poema que Helen apuntó (xiv):
Lo trivial aumenta su tamaño, mientras lo que parecía grande
vuelve a la pequeñez de la que forma parte.
Lo tenue se volvió brillante, y lo que antes fue brillante
Parpadea y se desvanece y por fin se ha ido.
(Los regalos de Dios, p. 64)
La paz de Dios que el ego ha juzgado como trivial se convierte ahora en el único objetivo de la vida, y la necesidad de lograr metas mundanas disminuye su intensidad hasta desaparecer por completo. Bajo la guía de Jesús aprendemos a usar los símbolos del afán de ser especiales del mundo como medios para llegar más allá de ellos a la verdad mental de la Expiación. Esta es la Palabra allende las palabras, cuya consecución es nuestra meta definitiva. Esta consumación del viaje que hacemos con Jesús y su Curso expresa la decisión de la mente, de una vez por todas, de no creer en las mentiras de los pensamientos de nuestra mente enferma, sino aceptar la única verdad de nuestra realidad de seres no separados: las ideas no abandonan su fuente, y así nosotros nunca hemos abandonado la casa de nuestro Padre. “Canción a mi Ser”, otro poema de Helen, exclama alegremente:
Nunca salí de la casa de mi Padre. ¿Qué falta
Me hace viajar de vuelta a Él otra vez?
(Los dones de Dios, p. 38)
Así termina nuestro viaje donde había empezado, en la mente que toma las decisiones. Donde antes habíamos elegido en contra de la Palabra de la Expiación, construyendo un enorme, aunque ilusorio, sistema de ideas de culpabilidad, castigos y muerte, y luego un mundo de culpabilidad, castigos y muerte para ocultarlo, ahora abrazamos la Palabra y el Pensamiento que están más allá de todas las palabras y todos los pensamientos.
Más allá de las palabras y los pensamientos: Un pensamiento
Con muy poca frecuencia, Helen me habló de otro nivel de “oír”, que transcendía su experiencia de las palabras y la voz de Jesús. En ciertas raras ocasiones (dudo de que ocurriese más de cuatro o cinco veces), estaba con Helen cuando se permitió a sí misma y me permitió experimentar esta otra dimensión. Era en efecto un movimiento más allá de oír a Jesús, a un estado mental más allá incluso de la individualidad del propio Jesús, sin mencionar a la de Helen. En esas ocasiones nuestra escriba parecía intemporal, transformada en un estado en el que parecía fusionarse al final con lo que mencioné en Ausencia de la felicidad como el ser de sacerdotisa de Helen. En estos instantes verdaderamente santos se me concedió vislumbrar su identidad real, un ser sin ego, de más allá del mundo, que apenas estaba aquí y que transcendía el pensamiento y la emoción humanos. Las palabras que emitía en esas ocasiones fluían a través de ella viniendo de una fuente claramente no de este mundo, que reflejaba una sabiduría antigua y eterna, la Palabra allende las palabras, que espera pacientemente ser aceptada por la mente.
Este ser sin ego, con conocimiento, era la Helen real, como si fuera nuestro ser real, aunque el nombre “Helen” (o el nuestro) no cabe realmente aquí. La persona que el mundo reconoce como nuestro ser, con quien nos identificamos casi todo el tiempo -el ídolo del afán de ser especiales- está totalmente aparte de este otro ser, análogo al Pensamiento que Dios abriga de nosotros, el Cristo que Él creó uno consigo mismo, como se refleja en este bello párrafo de casi el final del texto:
Más allá de todo ídolo se encuentra el Pensamiento que Dios abriga de ti. Este Pensamiento no se ve afectado en modo alguno por la confusión y el terror del mundo [...] sigue siendo tal como siempre fue. Rodeado de una calma tan absoluta que el estruendo de batallas ni siquiera llega hasta él, dicho Pensamiento descansa en la certeza y en perfecta paz. Tu única realidad se mantiene a salvo en él, completamente inconsciente del mundo que se postra ante ídolos y no conoce a Dios. El Pensamiento que Dios abriga de ti, completamente seguro de su inmutabilidad y de que descansa en su eterno hogar, nunca ha abandonado la Mente de su Creador, al que conoce tal como su Creador sabe que dicho Pensamiento se encuentra en Su Propia Mente (T-30.III.10).
A lo largo de Un Curso de Milagros, Jesús nos dice lo insignificantes que son las palabras, pues sólo es importante el contenido que hay detrás de la forma. Por ejemplo, en la introducción a las Lecciones 181-200, en el contexto de nuestro “viaje más allá de las palabras” (3:1) (xv), Jesús habla de lo inadecuadas que resultan las palabras (“dejarán de ser relevantes” [2:5]) para transmitir lo que está más allá de los obstáculos que nos está ayudando a deshacer. En la Lección 183:
-“Invoco el Nombre de Dios y el mío propio”- nos habla de lo irrelevantes que son las palabras para llegar a Dios, que está más allá de todas las palabras (7:3-4; 10:3).
Tiene que deducirse, entonces, que las palabras, que sirven al objetivo de la necesidad del ego de mantenernos separados, nunca pueden ser verdaderas, aunque puedan usarse para ayudar al Hijo de Dios a que reconozca la naturaleza ilusoria de su mundo y de su ser.
[...] el maestro de Dios debe aprender a utilizar las palabras de otra manera. [...] aprenderá a dejar que las palabras le sean inspiradas, a medida que deje de decidir por sí mismo lo que tiene que decir [...] No controla lo que dice. Simplemente escucha, oye y habla (M-21.4:4-5,8-9).
Con su objetivo reinterpretado por el Espíritu Santo, nuestras palabras nos llevan a la Palabra. El perdón de las ilusiones que antes valorábamos tanto refleja ahora el amor del Cielo, y estamos a pocos pasos del final del sueño. Así ya no podemos estar esclavizados por las cosas específicas del mundo, porque estamos conscientes de la Palabra única que está detrás de todas ellas. Esta Palabra -el recuerdo del amor que trae la Expiación- es nuestra verdadera meta. Y así se nos recuerda en La canción de la oración (O-1.I.4) que sólo es el Amor de Dios -la Palabra y el Pensamiento únicos- lo que queremos de verdad, y no las pequeñas palabras que proceden de nuestra decisión de estar separados y ser cosas específicas. Ahora elegimos el Ser abstracto que Dios creó uno con Él. Por lo tanto Jesús nos pide que pasemos por alto las necesidades y las peticiones específicas de nuestras vidas, y que pidamos en lugar de ellas la respuesta verdadera de Dios. Esta es la respuesta que buscamos en realidad, la única que aceptamos, la única que en verdad amamos.
Armados con la suave fuerza de esta Palabra allende las palabras, del amor que está por encima del amor especial, de Jesús frente al ego, vivimos nuestras vidas teniendo presente su verdadero objetivo: no dejarnos engañar por las “voces de los muertos” (E-pI.106.2:3). En lugar de eso, oímos la Voz que nos habla de vida y de amor, que nos dirige con suavidad hacia nuestro hogar donde, junto con Jesús y todos nuestros hermanos, “desapareceremos en la Presencia que se encuentra detrás del velo, no para perdernos sino para encontrarnos a nosotros mismos; no para que se nos vea, sino para que se nos conozca” (T-19.IV-D.19:1). Por fin la Palabra ha venido a nosotros, y nosotros somos esa Palabra.
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