NUNCA PENSÉ QUE VOLVERÍA A VER ESTOS ÁRBOLES
Publicado por la Foundation For a Course in Miracles, escrito por Kenneth Wapnick y traducido al castellano por Juan Illan Gómez.
Recuperar nuestra inocencia
Introducción: la visión de Helen Schucman
Una tarde en la que Helen Schucman, la escriba de Un Curso de Milagros, y yo estábamos meditando, me dijo que veía una imagen de nosotros dos juntos, entre ruinas y escombros; ella con un vestido blanco hecho jirones, yo un niño pequeño. La relación podía haber sido de madre e hijo si no literalmente, con certeza en lo espiritual. Los sentimientos de Helen y su descripción del lugar sugerían con fuerza Qumran (donde se descubrieron los manuscritos del Mar Muerto en 1947), en la época inmediatamente posterior a la destrucción de la comunidad esenia por los romanos, en el año 70 de nuestra era. De hecho el verano anterior habíamos visitado el sitio.
Me vi a mí mismo allí, con Helen en Qumran, y entonces empezó una serie simbólica de acontecimientos internos que parecía reflejar un proceso de curación en la mente de Helen. Salimos hacia el norte en dirección a Galilea, siguiendo el rio Jordán, y nuestro viaje culminó cuando Helen y yo llegamos a lo que evidentemente había sido nuestra meta desde el principio, un encantador bosquecillo en la baja Galilea, el lugar bíblico de la infancia de Jesús y de gran parte de su ministerio. Rara vez había visto a Helen tan emocionada. Al ver el bosquecillo se puso a sollozar diciendo: “Nunca pensé que volvería a ver esos árboles”. A través de los árboles se veía la imagen de Jesús, y supimos con alegría que habíamos alcanzado el final de nuestro viaje. [Se puede encontrar un relato completo de esta experiencia en las páginas 416-417 de mi Ausencia de la felicidad.]
Se puede pensar en nuestra peregrinación metafórica como el viaje de todos, que empieza con la devastación forjada por nuestra creencia en el pecado, el ataque y la pérdida de la inocencia, y termina con el alegre descubrimiento de que era en efecto “un viaje sin distancia” (T-8.VI.9:7): nuestro percibirnos a nosotros mismos llenos de pecado no era más que un sueño terrible, sin ningún efecto sobre nuestra realidad de inocentes Hijos de Dios. Como nos alegra leer en la Lección 93:
¿Por qué no habrías de dar saltos de alegría cuando se te asegura que todo el mal que crees haber hecho nunca ocurrió; que todos tus pecados no son nada; que sigues siendo tan puro y santo como fuiste creado, y que la luz, la dicha y la paz moran en ti? La imagen que tienes de ti mismo no puede resistir la Voluntad de Dios. Tú piensas que eso es la muerte, sin embargo, es la vida. Tú piensas que se te está destruyendo, sin embargo, se te está salvando (E-pI.93.4).
Qué maravillosa experiencia saber que estas palabras son verdaderas, que los árboles salvíficos de la inocencia que nunca pensamos que volveríamos a ver han estado siempre ahí, esperando con paciencia nuestro regreso. Y sin embargo qué doloroso darse cuenta de que no los aceptamos, de que nuestra creencia en el pecado de la separación y el deseo de permanecer siendo pecadores son más poderosos que el amor que necesitamos destruir para que nuestro ser especial sobreviva. El dolor de esta incredulidad está tan más allá de las palabras y los conceptos, en efecto, que necesitamos recurrir al artista para que exprese por nosotros una representación simbólica de esta desesperación, agónica hasta el extremo. Y por tanto recurrimos al que quizá sea el más grande de los poetas y dramaturgos, William Shakespeare, y a su magnífica tragedia Otelo. Se podría sostener que en ningún otro sitio en toda la literatura se retrata con mayor visión y sentimiento la experiencia del horror del pecado que en esta obra, igualada en fuerza y profundidad de la emoción sólo por la penúltima ópera de Verdi, que tiene el mismo título (Otelo). Empezamos pues nuestro viaje a los árboles con un breve examen del general caído de Shakespeare y el horroroso momento en el que reconoce las consecuencias abrumadoras e irreversibles de su traición al amor.
El síndrome de Otelo: la trágica historia de culpabilidad y castigo que es la de todos
Es mucho más fácil, para los admiradores de los personajes dramáticos más famosos de Shakespeare, conectar con los defectos trágicos de la indecisión en Hamlet, la ambición en Macbeth o la locura senil en el rey Lear, que con la incapacidad de distinguir entre la verdad y la ilusión de Otelo. Y sin embargo a la vez todos podemos conectar, a algún nivel, con los terroríficos resultados de este defecto, que le hablan a todos nuestros corazones rotos. Otelo retrata el miedo secreto que está al acecho en las mentes de todos los que han nacido para habitar este “mundo árido y polvoriento, al cual criaturas hambrientas y sedientas vienen a morir” (E-pII.13.5:1) como ninguna otra obra literaria que yo conozca. La obra no ofrece ninguna esperanza, el mal ha triunfado claramente sobre el bien, y el sistema de ideas del ego de engaños, desesperación y muerte se muestra como la última palabra y la autoridad definitiva.
Para resumir de manera sucinta la acción dramática, Otelo es un famoso general veneciano que escucha las mentiras de su capitán Yago, quien por intereses propios acusa con falsedad a Desdémona, la esposa del general, de infidelidad. Otelo decide creerlo pese a las protestas de su inocente esposa y, en un delirio de celos, mata a la esposa que atesoraba, sólo para descubrir después del asesinato que Yago había tejido una red de mentiras para atraparlo. Confrontado con la naturaleza inmutable de su crimen, Otelo se suicida apuñalándose, pero antes recuerda el beso que le dio a su amada cuando un breve instante antes entró a su dormitorio por última vez:
Te besé donde te maté: no hay otra manera más que esta; Matarme, para morir por un beso (V,ii).
No se puede imaginar una metáfora más contundente para describir la capa más interior de nuestras mentes inconscientes. Todos somos Otelos, habiendo elegido creer las mentiras de separación del ego en lugar de la verdad de la Expiación del Espíritu Santo, y aun eligiendo poner nuestra fe en un mentiroso patológico en quien nunca se puede confiar. La revulsión sin mitigar del desenlace trágico de nuestro pecado -nunca volveremos a ganar el amor y la inocencia que soñamos haber echado a perder; no, destruir- nos llevan a los brazos del afán de ser especiales que nos esperan, diseñados para protegernos de lo que creemos haber hecho.
Cualquier estudiante de Un Curso de Milagros reconoce el papel central que ocupa la relación especial en el arsenal de armas contra Dios del ego, y las secciones del Curso más dolorosas de leer, sin mencionar el ponerlas en práctica, son las que describen la dinámica asesina del afán de ser especial, la madre de todas las defensas. En efecto, cuando Helen terminó de tomar el dictado del último grupo de secciones que tratan este tema de manera específica y revelan la profundidad de nuestro odio y nuestra culpabilidad (T-24.I-IV), oyó las palabras de comprensión y gratitud de Jesús: “Gracias. Esta vez lo has conseguido”. Esto le sugirió la idea de que en alguna otra dimensión había intentado escribir esas secciones, pero no había sido capaz de completarlas. ¡Y no le faltaban razones, desde el punto de vista del ego! La culpabilidad que nace de la creencia en que destruimos la inocencia del Hijo de Dios, reforzada por la búsqueda de la destrucción de nuestros hermanos, está preservada bajo el velo del olvido. Esto nos permite seguir sin descanso nuestro viaje del ego por la pendiente escarpada que de manera inexorable nos lleva a la existencia infernal del pecado, la traición y la muerte.
El afán de ser especial se asegura de que el Ser inocente de Cristo, nuestra verdadera Identidad, permanezca siempre oculto e irrecuperable. Leemos en el panfleto de Psicoterapia: “¿Y quién podría llorar sino por su inocencia?” (P-2.IV.1:7). Dicho de otra manera, se le puede seguir el rastro a toda tristeza hasta la idea demente de que por medio de nuestro pecado perdimos irrevocablemente la inocencia, que se desvaneció para siempre cuando elegimos abandonar a nuestro Creador y Fuente. Los resultados desastrosos de dolor, sufrimiento y muerte son inevitables, pues se deducen lógicamente del único error de tomarnos en serio la diminuta idea loca de la separación – esto es, llamarla pecaminosa:
El pecado no es un error, pues el pecado comporta una arrogancia que la idea del error no posee [... el pecado] da por sentado que el Hijo de Dios es culpable, y que, por lo tanto, ha conseguido perder su inocencia y también convertirse a sí mismo en algo que Dios no creó (T-19.II.2:1,4).
El pecado "prueba" que el Hijo de Dios es malvado, que la intemporalidad tiene que tener un final y que la vida eterna sucumbirá ante la muerte. Y Dios Mismo ha perdido al Hijo que ama, y de lo único que puede valerse para alcanzar Su Plenitud es la corrupción; la muerte ha derrotado Su Voluntad para siempre, el odio ha destruido el amor y la paz ha quedado extinta para siempre (E-pII.4.3.3-4).
La relación inmutable entre el pecado y sus desdichadas consecuencias también está capturada en la historia de Adán y Eva, el mito por antonomasia del mundo occidental y el cimiento tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo, sin mencionar a las religiones que han engendrado. Considera lo que les ocurre a estos dos primeros “pecadores”. Como Otelo escuchan a la voz equivocada, la serpiente y sus mentiras, y luego tienen que pagar el precio establecido por un Dios furioso y vengativo:
A la mujer él [el Señor Dios] le dijo: multiplicaré tus penas y tu concepción; parirás a tus hijos con dolor [...] Y a Adán le dijo: por haber escuchado la voz de tu esposa y haber comido del árbol sobre el que te di órdenes, diciendo, no comerás de él, maldita está la tierra por tu causa; comerás de ella con dolor todos los días de tu vida [...] el Señor Dios lo expulsó del jardín del Edén [...] y colocó querubines al este del Edén, y una espada flamígera que giraba en todas las direcciones, para cortar el paso al árbol de la vida (Génesis 3:16-17,23-24).i
Y así el castigo del pecado es una vida de sufrimiento y muerte, que culmina en un eterno destierro del Cielo, es decir, la vida en el infierno. ¿Puede nuestro pecado tener un efecto más cruel? ¿Se puede sostener alguna esperanza frente a semejante certeza devastadora y despiadada? ¿Qué, excepto las defensas de la represión y la proyección, puede hacernos capaces de mantener nuestra existencia mientras seguimos creyendo en la indiscutida realidad de culpabilidad y castigo del ego? Nadie puede vivir en la presencia del agudo dolor de este odio a sí mismo, y así enterramos su torturadora agonía bajo capa tras capa de defensas, que meramente contienen a la culpabilidad, pero no la deshacen. Abandonada a que se encone, no tomada en cuenta y por tanto no corregida, la culpabilidad sigue dando a conocer su presencia, llevándonos a una vida corporal indeciblemente desgraciada, a las “vidas de desesperación silenciosa” de Thoreauii Nunca sabemos el origen de nuestro estado de desgracia, que parece estar en cualquier sitio menos en la mente dormida que ha elegido creerse las mentiras del pecado y la culpa:
Los testigos del pecado ocupan un reducido espacio [es decir, la mente que toma las decisiones]. Y es ahí donde encuentras la causa de la perspectiva que tienes acerca del mundo. Hubo un tiempo en que no eras consciente de cuál era la causa de todo lo que el mundo parecía hacerte sin tú haberlo pedido o provocado. De lo único que estabas seguro era de que entre las numerosas causas que percibías como responsables de tu dolor y sufrimiento, tu culpabilidad no era una de ellas (T-27.VII.7:1-4).
Naturalmente, la verdadera causa no es la culpabilidad per se, porque ¿cómo podría lo que no existe ser la causa de algo? La mente que toma las decisiones y elige la culpabilidad es la fuente de todos los problemas que experimentamos como cuerpos.
Ocultar la decisión de nuestra mente a favor de la culpabilidad del ego es, en efecto, el objetivo del mundo (“Así fue cómo surgió lo concreto” [E-pI.161.3:1]), pues distrae a nuestras mentes de sí mismas para que no podamos acordarnos que fue sólo nuestra decisión de estar separados del amor la que ha causado nuestro malestar. No se habría perdido la inocencia si no hubiéramos querido que no se la pueda encontrar. Como Jesús nos enseña en Un Curso de Milagros, la máxima del ego, su por así decirlo raison d’etre para el mundo es “Busca pero no halles” (T-16.V.6:5). Nuestras vidas son silenciosamente desesperadas porque nunca encontraremos el amor y la inocencia que anhelamos, pues buscamos en el sitio equivocado.
Recuerda el chiste del hombre que se encuentra por la noche a un amigo que está buscando algo que se le ha perdido en una esquina bien iluminada. Cuando le pregunta dónde cree que se le puede haber caído lo que busca, el otro le dice que se le cayó a media manzana de allí. Sigue con la pregunta obvia de porqué lo busca donde no se le ha caído y la respuesta, que es el remate del chiste, es “porque aquí debajo del farol se ve mejor”. El ego (la parte de la mente escindida a la que le gustar estar separada y ser especial) hizo el cuerpo con ojos, para que pudiera ver la “luz” en el mundo exterior y por tanto no encontrar nunca lo que se perdió, nuestra inocencia que sigue estando, enterrada y fuera del alcance del recuerdo, en la mente. El mundo corporal de sueños de culpabilidad ha venido a ocupar nuestra atención de manera que el mundo mental de sueños de culpabilidad esté oscurecido, una oscuridad que impide que despertemos nunca del sueño a la encantadora inocencia que abandonamos sólo en un estado de pensamiento ilusorio.
Y así la culpabilidad de la mente por el pecado inexistente de destruir la inocencia permanece, oculta y protegida por un mundo ignorante de lo que determina su misma existencia. La presencia continuada, pero no vista, de la culpabilidad que determina nuestro destino está descrita en este mordaz pasaje del texto:
Su sombra [la de la culpabilidad] se eleva hasta la superficie lo suficiente como para conservar sus manifestaciones más externas en la oscuridad [...] Su intensidad [la de la culpabilidad], no obstante, está velada tras pesados cortinajes, y se mantiene aparte de lo que se concibió [el cuerpo] para ocultarla [a la culpabilidad]. El cuerpo es incapaz de ver esto [la culpabilidad], pues surgió de ello [la culpabilidad] para ofrecerle protección, la cual depende de que eso [la culpabilidad] no se vea. Los ojos del cuerpo nunca lo verán [la culpabilidad]. Pero verán lo que dicta (T-18.IX.4:3-7).
Así nos condenamos a nosotros mismos para siempre a una vida de oscuridad desesperante, deambulando “por el mundo solos, inseguros y presos del miedo” (T-31.VIII.7:1). Otelo se ha convertido en nuestro modelo de aprendizaje, suplantando a Jesús (p.ej.: T-6.in.2:1)iii cuyo amoroso lugar en nuestros corazones ha sido usurpado por la loca decisión de creer a las “voces de los muertos” (E-pI.106:2:3) que nos hablan del dolor de la separación, de la envidiosa agonía de afán de ser especial, de que la muerte es absoluta. Habiendo aprendido la lección de culpabilidad del ego, no hay más elección que esta:
El mundo que ves es el resultado inevitable de la lección que enseña que el Hijo de Dios es culpable. Es un mundo de terror y desesperación. En él no hay la más mínima esperanza de hallar felicidad. Ningún plan que puedas idear para tu seguridad tendrá jamás éxito. No puedes buscar dicha en él y esperar encontrarla (T-31.I.7:4-8).
Esto establece claramente que el Yago que representa al sistema de ideas del ego seguirá ejerciendo su dominio sobre la verdad, mientras que la mente de Otelo que ha elegido creer sus mentiras nunca podrá ser corregida. La culpabilidad con la que se ha identificado ha tomado el mando por completo, protegida por un mundo sin mente lleno de cuerpos del que hemos hecho nuestra casa:
El cuerpo seguirá siendo el mensajero de la culpabilidad y actuará tal como ella le dicte mientras tú sigas creyendo que la culpabilidad es real (T-18.IX.5:1).
Mientras tú sigas creyendo que la culpabilidad es real. Este es el quid del problema y también su solución. El pasaje anterior deja tan claro como el agua, que la cuestión no es la culpabilidad en sí misma, ni el mundo de culpabilidad que brotó de ella, sino sólo nuestra creencia en ellos. Comprender esto es imperativo para devolver el foco de nuestra atención a nuestras mentes, de manera que podamos oír una Voz diferente, las palabras amorosas que nos dicen que estamos equivocados pues “Dios [...] sabe que eso no es posible” (T-23.I.2:7). Entonces nos permitimos a nosotros mismos oír las palabras de consuelo de Jesús que, en los tres libros de su curso, nos dicen que la verdad es completamente diferente. Nuestros agradecidos oídos escuchan su encantadora sabiduría en los siguientes ejemplos entre muchos, que nuestro maestro nos regala continuamente frente a la insistencia del ego en que el pecado y la culpa son reales y el miedo está justificado:
Hijo de Dios, no has pecado, pero sí has estado muy equivocado (T-10.V.6:1).
Tú no has perdido tu inocencia. Y eso es lo que anhelas [...] Ésa es la voz que oyes y la llamada que no se puede ignorar (E-pI.182.12:1-2,4).
Confundes tus interpretaciones con la verdad, y te equivocas. Mas un error no es un pecado ni tus errores han derrocado a la realidad de su trono (M-18.3: 7-9).
Esta corrección, de pecado a error, de culpabilidad a inocencia, es la base del perdón, la idea clave de Un Curso de Milagros a la que volvemos ahora.
El perdón: Nuestra mayor alegría
La mayor alegría que este mundo podrá contener nunca es que estamos verdaderamente perdonados; perdonados de verdad, de verdad. Esta alegría aumenta mucho en virtud de su contraste con la profunda tristeza que nuestra culpabilidad lleva consigo. El contraste es nada menos que extraordinario, y se refleja en la yuxtaposición de los sistemas de ideas de las mentes enferma y sana que se encuentra en la Lección 93:
Crees ser la morada del mal, de las tinieblas y del pecado. Piensas que si alguien pudiese ver la verdad acerca de ti sentiría tal repulsión que se alejaría de ti como si de una serpiente venenosa se tratase (E-pI.93.1:1-2).
La luz, la dicha y la paz moran en mí. Mi impecabilidad está garantizada por Dios (E- pI.93.8:2-3).
Volviéndonos por fin intolerantes a los sentimientos negativos sobre nosotros mismos, gritamos con desesperación y esperanza que tiene que haber un “camino mejor” (T-2.III.3:6), otro Maestro del que aprender que podemos elegir, un sistema de ideas distinto con el que identificarnos. Esta invitación al Espíritu Santo inicia nuestro ascenso por la misma escalera por la que el ego nos hizo descender (T-28.III.1:1), el mismo viaje que Helen y yo hicimos simbólicamente y que sigue el sendero curativo del milagro desde los devastadores mundos gemelos de culpabilidad (mente) y destrucción (cuerpo) del ego, al inocente mundo de luz y alegría y paz. A todos los pensamientos y sentimientos que no son totalmente amorosos hacia todo el mundo se les puede seguir el rastro hasta llegar a la ausencia de perdón a nosotros mismos (culpabilidad) por lo que percibimos como el pecado de “arrebatar con justa indignación” (T-23.II.11:2) la inocencia que pertenece a otro (y a Otro). Como leemos en el libro de ejercicios:
Es cierto que no parece que todo pesar no sea más que una falta de perdón (E- pI.193.4:1).
Dicho en lenguaje llano, todo pesar es falta de perdón, y este es el malestar que impregna nuestras vidas. Como se indicó antes, nuestras vidas llenas de pesares como aparentes prisioneros de un cuerpo que resulta ser “una putrescente prisión” (T-26.I.8:3) se toleran gracias a nuestras relaciones especiales, que parecen traer un mínimo de paz y socorro en un mundo que todos sabemos en algún nivel que no es nuestro hogar. Pero en algún lugar interior sabemos que este no es el consuelo que Jesús nos ofrece cuando dice al final del libro de ejercicios:
No caminas solo. Los ángeles de Dios revolotean a tu alrededor, muy cerca de ti. Su Amor te rodea, y de esto puedes estar seguro: yo nunca te dejaré desamparado (E- ep.6:6-8).
¿Qué experiencia del mundo puede nunca aproximarse siquiera al gozoso consuelo que Jesús nos trae por medio del perdón? Es nada menos que la paz de Dios lo que viene cuando sabemos que no sólo somos mente, sino además una mente inocente, libre de las ilusiones de un sistema de ideas demencial, y por tanto identificada con el pensamiento de la verdad:
¿Puedes imaginarte lo que sería un estado mental en el que no hubiese ilusiones?
¿Qué sensación te produciría? [...] Sin ilusiones no puede haber miedo, dudas o ataque. Cuando la verdad llegue todo dolor cesará, pues no habrá cabida en tu mente para pensamientos transitorios e ideas muertas (E-pI.107.2:1-2; 3:2-3).
Todo dolor es resistencia, miedo a la verdad de nuestra identidad como Hijo único de Dios. Dentro de ese Ser, del Cristo que Dios creó uno con Sí mismo, no hay sitio para nuestra identidad individualizada y especial. En lo profundo de nuestras mentes sabemos que este ser pequeño y el sistema de ideas y el mundo que son sus cimientos y su protección se disolverían en el Amor que nos creó, como leemos:
Has construido todo tu demente sistema de pensamiento porque crees que estarías desamparado en Presencia de Dios, y quieres salvarte de Su Amor porque crees que éste te aniquilaría. Tienes miedo de que pueda alejarte completamente de ti mismo y empequeñecerte porque crees que la magnificencia radica en el desafío y la grandeza en el ataque. Crees haber construido un mundo que Dios quiere destruir, y que amando a Dios -y ciertamente lo amas- desecharías ese mundo, lo cual es, sin duda, lo que harías. [...] Y eso es lo que realmente te asusta (T-13.III.4:1-3,5).
Para preservar este ser ilusorio construimos un mundo de diferencias y separación (las marcas de fábrica de las relaciones especiales), y el ser-ego en el que hemos puesto nuestra fe es la causa de nuestro dolor y sufrimiento. Por eso Un Curso de Milagros se centra en la curación de las relaciones como medio de retorno a casa, y en el perdón como su enseñanza principal. El perdón deshace la creencia en que la salvación viene a expensas de los demás -o uno u otro- inculcándonos la visión que nace del principio juntos o no en absoluto (T-19.IV-D.12:8). No es posible imaginar esta visión que todo lo abarca descrita de manera más emocionante que en las inspiradas palabras de la conmovedora sección final del texto, en la que Jesús nos canta:
Traigo a vuestros cansados ojos una visión de un mundo diferente, tan nuevo, depurado y fresco que os olvidaréis de todo el dolor y miseria que una vez visteis. Mas tenéis que compartir esta visión con todo aquel que veáis, pues, de lo contrario, no la contemplaréis. Dar este regalo es la manera de hacerlo vuestro. Y Dios ordenó, con amorosa bondad, que lo fuese (T-31.VIII.8:4-7).
Pero el doloroso hecho es que todos nosotros, hasta el último, no hacemos las cosas simples (de perdón) que la salvación pide (T-31.I.2:2) para que alcancemos esta visión. No hay nada más enfatizado en Un Curso de Milagros que las constantes exhortaciones de Jesús a que no juzguemos, pero nuestras vidas cotidianas son testigos acusatorios de nuestra resistencia a algo tan sencillo. Juicios, críticas y ataques son los que tocan la campana en nuestras vidas y qué pueden ser esos pensamientos, sentimientos y conductas sino la manera en que nuestros egos nos mantienen apartados de la única verdad que hay dentro de la ilusión: la universal igualdad del Hijo de Dios. Mientras que nuestros cuerpos son la evidencia de la separación y la diferenciación, nuestras mentes escindidas nos recuerdan que, en palabras del eminente psiquiatra norteamericano Harry Stack Sullivan “todos somos mucho más humanos que cualquier otra cosa”, poseedores de los mismos sistemas de ideas sano y enfermo, y con la capacidad de tomar decisiones para elegir entre ellos.
Para entender esta extraña situación de no poner en práctica un sistema de ideas en el que creemos desde lo más profundo, necesitamos comprender la lealtad de nuestra mente escindida a dos metas mutuamente exclusivas: despertar del sueño y permanecer en él; ver los árboles de luz, amor y esperanza o permanecer para siempre en la oscuridad de la muerte y la desesperación. De nuestra elección de meta surge nuestro mundo de percepciones, junto con los medios -visión o juicio- para alcanzarlo. La sección “La correspondencia entre medios y fin” proporciona un resumen útil de nuestra situación:
Reconoces que deseas alcanzar el objetivo. ¿Cómo no ibas a estar entonces igualmente dispuesto a aceptar los medios? [...] Todo objetivo se logra a través de ciertos medios, y si deseas lograr un objetivo tienes que estar igualmente dispuesto a desear los medios. ¿Cómo podría uno ser sincero y decir: "Deseo esto por encima de todo lo demás, pero no quiero aprender cuáles son los medios necesarios para lograrlo?" [...] Cuando dudas, es porque el propósito te atemoriza, no los medios (T-20.VII.2:3-4,6-7; 3:4).
Cuando Jesús nos pide que seamos honestos y que no le ocultemos nada (T-4.III.8:2), esto es lo que quiere decir: nos está pidiendo ser honestos con él (y con nosotros mismos) sobre el miedo que tenemos a la meta de volver a ver esos árboles, y así nos agarramos a los medios del ego: juzgar y atacar. Si de verdad deseáramos la meta, sin embargo, aceptaríamos con alegría los medios y nunca nos parecerían difíciles. Este deseo y esta aceptación se traducen en saludar a cada dia nuevo con el feliz pensamiento de que contiene las oportunidades que necesitamos para aprender las lecciones de perdón del Espíritu Santo. Las situaciones o relaciones dolorosas o desafiantes ya no serán recibidas con miedo, ansiedad y resentimiento sino más bien con la gratitud de saber que estamos en clase, aprendiendo las lecciones que nos harán caminar más rápido por nuestro sendero, abriendo suavemente los ojos para ver lo que nunca pensamos que volveríamos a ver, y recordando la inocencia que creimos que se había ido para siempre. Así el perdón le pondría fin a la pesadilla de culpabilidad oteliana, preparando el camino para la visión “nueva, limpia y fresca” que es el regalo que Jesús nos hace, el acto final de nuestro viaje a casa.
Acto VI: Despertar de la pesadilla
Las tragedias de Shakespeare tienen cinco actos, al final de los cuales la mayoría de los protagonistas encuentran muertes no muy felices, pero podemos imaginar un sexto acto final para Otelo, en el que nuestro héroe despierta de su pesadilla, se da cuenta de que todo era un sueño y de que los árboles de la inocencia nunca lo habían abandonado. Entonces puede imaginarse que todo cuanto sucede desde que Otelo y Desdémona entran en su dormitorio (II,i) hasta el final de la función es un sueño de pecado y culpabilidad (en el que Otelo ha “robado” a la inocente Desdémona a su padre Brabantio y se ha escapado con ella), que lleva al mortal castigo definitivo -homicidio y luego suicidio.
En este nuevo acto, Otelo despierta y reconoce que el origen de este sueño era la decisión de su mente de estar separado, pues los actos II-V no era más que “la imagen externa de una condición interna” (T-21.in.1:5), “una representación gráfica de tus [de tu mente] propios pensamientos de ataque” (E-pI.23.3:2). Porque fue decisión de su mente soñar la pesadilla, su sueño se puede cambiar por un sueño feliz, del pecado a la inocencia, de la culpabilidad al perdón. Ahora Otelo es libre de elegir escuchar a la voz de su verdadero Amigo y no a la voz de su enemigo prevaricador. Se han abierto sus oídos internos y es capaz de oír la canción más dulce que nunca podríamos imaginar en este desesperante sueño de muerte, otra vez la voz de Jesús que nos canta y nos ofrece la esperanza que este mundo nunca puede dar:
¿Cómo es posible que tú que eres tan santo puedas sufrir? Todo tu pasado, excepto su belleza, ha desaparecido, y no queda ni rastro de él, salvo una bendición. He salvaguardado todas tus bondades y cada pensamiento amoroso que jamás hayas abrigado. Los he purificado de los errores que ocultaban su luz, y los he conservado para ti en su perfecta luminiscencia. Se encuentran más allá de la destrucción y de la culpabilidad. Procedieron del Espíritu Santo en ti, y sabemos que lo que Dios crea es eterno. Puedes ciertamente partir en paz porque te he amado como me amé a mí mismo. Mi bendición va contigo para que la extiendas. Consérvala y compártela, para que sea siempre nuestra. Pongo la paz de Dios en tus manos y en tu corazón para que la conserves y la compartas. El corazón la puede conservar debido a su pureza y las manos la pueden ofrecer debido a su fuerza. No podemos perder. Mi juicio es tan poderoso como la sabiduría de Dios, en Cuyo Corazón y Manos radica nuestra existencia. Sus sosegadas criaturas son Sus Hijos benditos. Los Pensamientos de Dios están contigo (T-5.IV.8).
En realidad, el amor de Jesús no borra nuestros pensamientos destructivos cargados de culpabilidad, sino que nos llama a darnos cuenta de que verdaderamente no eran nada. Retirarles nuestra fe en ellos es la causa de que se desvanezcan suavemente y así aprendamos que la nada no puede afectarnos, pues los sueños nos son reales. Esto deja sitio para que el recuerdo del Amor que nos creó amanezca en nuestras mentes. Los Pensamientos de Dios de los que habla Jesús -la inocencia de nuestro verdadero Ser- nunca nos han abandonado, ni nosotros hemos salido fuera de Ellos. En gratitud nos despertamos del sueño de pecado y muerte, recordando el hogar en el Cielo que nunca abandonamos. Con lágrimas nacidas de la alegría más maravillosa que se puede imaginar, nuestro ser de mente sana que se vuelve a despertar exclama, como Helen, “nunca pensé que volvería a ver esos árboles”. Y estamos contentos y agradecidos de que así sea (E-pI.200.11:9).
Kenneth cita de la versión del rey James, como tanto le gusta hacer a los anglosajones. Esta versión data de 1611 y está en un inglés que se parece al inglés actual menos aún que el español del Quijote al español actual (el inglés ha cambiado más que el español en los últimos 400 años). Este apego anglosajón a una versión de la Biblia con cuatro siglos de antigüedad, en contraste con la permanente renovación de las traducciones a que nos vemos sometidos los hispanohablantes, permite que, por ejemplo, la expresión “al este del Edén” (utilizada en el título de una novela de John Steinbeck y una película de Elia Kazan con James Dean de actor) sea muy fácil de interpretar como “las puertas cerradas del paraíso” o “el lugar de destierro de Caín” para cualquier americano, mientras resulta casi indescifrable para muchos hispanohablantes cultos.
ii Henry David Thoreau (1817–1862) escritor, poeta, abolicionista, opositor a los impuestos, naturalista, crítico del desarrollismo, historiador, filósofo y destacado transcendentalista norteamericano, se le considera precursor del ecologismo, y su filosofía de la desobediencia civil influyó en Mahatma Gandhi y Martin Luther King. La cita que hace Kenneth es impresionante por su exactitud descriptiva y por tanto, frecuente en muchos autores.
Se te ha pedido que me tomes como modelo para tu aprendizaje, ya que un ejemplo extremo es un recurso de aprendizaje sumamente útil.
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