CUÁNTICA Y MEDITACIÓN
Sesha
Del Capítulo V: «Relaciones entre cuántica y Vedanta»
La introducción del concepto de la no-dualidad en el portafolio de ideas filosóficas, nos permite ampliar el campo de estudio del pensamiento humano y, en general, del análisis de los diversos sistemas académicos de pensamiento. La no-dualidad es una potente herramienta intelectual que permite responder a las inquietudes filosóficas y científicas con nuevas ideas pero, obviamente, también reacomoda la manera común de ver e interpretar el mundo y su realidad, razón por la cual parece en primera instancia una idea bastante extraña.
La no-dualidad requiere que las suposiciones tácitas o axiomáticas respecto a la manera en que describimos el mundo deben dejarse de lado. Ideas como la estabilidad y existencia real del yo deben cosecharse. Catalogar los eventos que constituyen las cosas como exclusivamente “materiales” o “ideales” se revela como pobre. También es necesario redefinir la naturaleza de la conciencia y, por lo tanto, dar cabida a nuevos estados posibles de cognición. Igualmente el concepto sobre la veracidad de la cognición y su análisis epistemológico debe ampliarse para recurrir a otros nuevos elementos que lo alimenten y permitan nuevas y sorprendentes respuestas respecto a la existencia, el saber y la conciencia. La ética y la metafísica han de transformarse en parte para permitir el acceso de nuevas apreciaciones que también llevarán a maravillosas respuestas.
La intromisión del concepto de la no-dualidad no implica desechar lo conocido ni asumir que es erróneo; en absoluto. Sencillamente, la no-dualidad amplía el caleidoscopio de posibilidades y nos acerca a un mundo que puede parecer, a priori, algo más inentendible pero que se revelará a su vez más coherente. Se parece un poco a la irrupción de la teoría relativista de Einstein en relación con la teoría clásica formulada por Newton. El concepto de fuerzas, tiempo y espacio que la teoría de la relatividad ofrece, nos otorga un panorama más complejo pero, a la vez, más amplio para interpretar el universo en que vivimos; sin embargo, para bajas velocidades y campos gravitatorios de magnitud similar a la que nos encontramos, es viable usar las ecuaciones newtonianas sin riesgo de preocuparnos porque puedan ser improcedentes. Simplemente, la teoría relativista incluye la newtoniana pero, debido a la complejidad matemática que posee aquella, a bajas velocidades es no solamente permitido, sino correcto, usar las ecuaciones newtonianas para interpretar el mundo cotidiano.
LA NATURALEZA DE LOS OBJETOS Y SUS FRONTERAS
Nuestro sentido común advierte que los objetos son objetos, que una televisión es claramente diferente del sofá desde el cual cómodamente la observamos. Tal es nuestra ausencia de dudas respecto del tema que otorgamos a cada uno de los objetos un nombre representativo mediante el cual podemos conocerlo y recordarlo. Así, entonces, nuestro mundo mental está lleno de objetos y definiciones; en resumen, de nombres y de formas. Hemos construido un lenguaje basado en que cada palabra está dotada de significancia gracias a que la asociamos a pensamientos que representan objetos, cualidades, acciones, relaciones entre ellos. Nuestro idioma usa la gramática para establecer las leyes de dichas relaciones y decora la complejidad de la comunicación introduciendo variables como verbos, adjetivos, pronombres, etc. La gramática imprime el orden necesario para armar frases y con ellas conceptos con los que finalmente abarcamos ideas cada vez más complejas con las cuales podemos comunicar y procesar mentalmente. Hay una clara relación entre el procesamiento mental y el lenguaje del cual hacemos uso para comunicarnos.
Cuando la comunicación coloquial es verbal, nuestras ideas son representadas por vocablos. Dichos vocablos advierten ideas que representan eventos evocados, pero el vocablo es sólo un intermediario que permite comunicarnos. Hay que tener claro, no obstante, que un vocablo representa un objeto material o ideal, o alguna de sus cualidades, pero ni el vocablo ni mucho menos los fonemas que lo constituyen son el objeto, sino tan sólo su representación verbal.
Igual pasa con las ideas cuando éstas son evocadas. Cada quién representa mentalmente el objeto televisión a su manera, cuando piensa en él. En este caso, no hay un vocablo que lo represente, pero sí una imagen visual, auditiva, gustativa, olfativa o táctil que recordamos. Dicha imagen es su representación mental, pero no la expresión real de lo que es el televisor.
Nos hemos acostumbrado entonces, gracias a la formalidad del lenguaje y de nuestra estructura de pensamiento, a asumir erróneamente que los objetos son el nombre que de ellos pronunciamos o la forma mental con la cual los pensamos. El límite de un objeto aparece cuando nace una nueva palabra o cuando emerge un nuevo pensamiento; en el caso de nuestro ejemplo, aseveramos que entre el sofá y la televisión hay tres metros de espacio distanciando el uno del otro. Entonces emerge el concepto espacio y distancia, y de esa manera establecemos que el espacio diferencia un objeto del otro. A su vez, el concepto de distancia permite reconocer que el espacio posee categorías de tamaños diversos que pueden verificarse a través de su medición en metros o centímetros.
Evidentemente, aceptamos que una cosa es un televisor y otra bien distinta son el sofá y el espacio. La sustancialidad que los constituye son nuevos nombres y formas (los nombres y las formas pueden plantearse como la representación más genérica de todas las cosas existentes. Todo lo que existe tiene nombre y forma, lo que no existe no tiene ni lo uno ni lo otro. Nuestra percepción es un mar de nombres y formas que combaten en afanosas tempestades. Nuestra interpretación del mundo se parece a la que hacemos usando un diccionario. Armamos conceptos mayores con ideas leídas; cada idea se relaciona con una palabra del diccionario. Con ideas definimos ideas más complejas, y así sucesivamente). Cada uno de ellos otorga cualidades y significados distintos a cada evento percibido. Así afirmamos que el televisor posee peso, forma, color y uso completamente distintos al del sofá, y que el sofá posee una sustancia que lo compone diferente al de los objetos restantes. Los objetos se diferencian entonces por las formas y los nombres con las que de ellos hablamos o pensamos.
Pero, estableciendo diferenciación entre objetos por el lenguaje y por la forma en que los pensamos, ¿es suficiente para afirmar que el objeto televisor realmente es el nombre que de él tenemos y la forma con la cual lo pensamos? ¿Dónde está claramente establecida la frontera entre un objeto y otro? Al parecer, el límite entre las cosas lo establece un nombre frontera y una forma mental frontera.
Hagamos el siguiente y sencillo raciocinio: tenemos dos objetos que asumimos diferentes: sofá y televisor. Para obviar el concepto de espacio, colocamos el televisor sobre el sofá. Intentemos entonces ver dónde termina el televisor y empieza el sofá, es decir, dónde se encuentra la frontera que diferencia un objeto de otro, pues evidentemente son distintos.
La frontera no puede ser parte del televisor, pues entonces sería televisor y no una frontera; pero tampoco puede ser parte del sofá por idéntica razón. La única opción es que la frontera sea un “objeto frontera”; pero de ser así, de ser un objeto frontera, tendría que haber una nueva frontera entre el objeto frontera y cualquiera de los dos objetos del ejemplo. Es decir, nos vamos a una situación repetitiva que no termina jamás. ¡Sin embargo, notamos a los objetos diferentes! La solución al dilema es sencilla: no hay fronteras; tampoco hay objetos independientes. Lo que existe es un continuo de realidad no-diferenciada que aparece como diferenciada debido a la forma mental y verbal como establecemos sus características.
Los objetos existen; en realidad todo existe, pero los experimentamos diferentes unos a otros por la forma en que los pensamos y que de ellos hablamos. Si al percibirlos modificamos la cognición y los protocolos de funcionamiento de la mente, su naturaleza independiente se diluye, dando paso a una existencia no-diferenciada.
La realidad no-diferenciada no implica la disolución de los objetos en un tercero, sino una nueva forma de cognición al percibirlos. La no-dualidad permite la existencia de infinitos objetos, pero asume que quien los conoce no se diferencia de ellos. Este planteamiento se parece al ejemplo de una gota de agua que cae en un lago: allí, al caer, pierde las fronteras que la definen, pero sigue existiendo como gota, aunque ahora sea parte del lago. Basta agitar la superficie para, al producirse salpicaduras, recuperar la consistencia de la gota. Ella no se ha deshecho por introducirse nuevamente al lago, simplemente asume una condición física que le permite simultáneamente ser parte y ser todo. La gota al caer y diluirse en el lago, pierde sus fronteras, pero no su identidad; lo mismo sucede con la experiencia no-dual, pues los objetos jamás dejan de ser lo que son, pero se advierten no-diferenciados por quien los conoce.